17.02.2025
LA MALETA DE VIAJE
Tengo el corazón dividido en vísperas de disfrutar de un fin de semana que debería ser excitante y apasionado. No es porque se aunan dos fechas señaladas: mi cumpleaños y San Valentín, sino porque, últimamente, cada cita romántica donde albergo alguna expectativa desmboca en una discusión que empaña los tres días más la posterior semana, que actúa como resaca. Al principio, no le otorgaba demasiada importancia a nuestros roces, pero comencé a observar que, de este desasosiego se nutrían mis canas; hasta el punto en el que ayer, al tintarme, me asusté por tener tanto lienzo por tapar. Me detuve y pensé: aquí hay algo roto.
¿Tendré que dejar de celebrar días señalados? Adiós a los aniversarios, adios a las esperadas vacaciones, adiós a estos fines de semana donde se presupone que puedo disfrutar de dos días y medio seguidos con mi pareja.
A falta de unas horas antes de emprender el viaje, he ideado dos planes alternativos. Por un lado, me prepararé psicológicamente al acontecimiento con un mantra que diga: no es un día especial, todo es rutina, no generes demasiada ilusión, controla tus emociones... Por otro lado, jugaré a fantasear con quién soy, sin duda otra, otra que no conozca tanto a su compañera de viaje, para no encontrarme con ningún residuo en mi memoria que boicoté el actual fin de semana al compararlo con otros que acabaron en "drama".
¡Ay, los años! Aún no entiendo por qué la gente se ensaña con la rutina cuando habla de relaciones, ¡si esta es la única realidad que nos estabiliza! Guardemos la memoria en un armario cuando nos apetezca volver a sacar las impredecible expectativas a pasear, o cuando decidamos encaminar una nueva aventura, porque disminuirá la probabilidad de que nos volvamos a casa con el cabello regado de nuevas canas y sin resaca que soportar.
EL PEGAMENTO VECINAL
¡Por fin puedo levantar la cabeza con orgullo y decir que soy vecina titulada de este pueblo valenciano donde vivo! Hace unos cinco años que resido aquí, cinco años en los que, inevitablemente, me he sentido una extranjera; y eso que vengo del sur de la misma comunidad autónoma, o no. Nací en el culo de la comunidad, allí donde no se habla valenciano y el sentimiento de ser los "otros" nos empuja a creernos más afines a los murcianos. Me parece miserable que los políticos jueguen con los idiomas en las campañas electorales porque es como bromear con el dolor ajeno, con un defecto congénito, o virtud. El valencio que se habla en Alicante no es el mismo que el de mi actual pueblo, tiene otro acento. Cuando agudizo el oído lo comprendo perfectamente, pero me supone un esfuerzo que desearía no hacer. No es culpa de ellos, ni mucho menos, soy yo quien se mudó aquí. No obstante, oigo conversaciones, observo cuchicheos y miradas que se concentran sobre quienes no hablamos valenciano (ingleses, marroquíes, yo...).
El primer año y medio fue el más aislado debido al cúmulo de trabajo y a la diferencia cultural que debía separarnos, imagino, pues en vez de devolverme el saludo de buenos días o tardes, guiñaban aún más sus entrecejos para respondernos con un silencio intencionado y una mirada más desconfiada, si cabía. Fue un primer año cargado de dudas, ¿me habría equivocado al decidir mudarme aquí? No era únicamente por el vacío social, a él debía sumar las altísimas cargas impositivas por parte del Ayuntamiento en un pueblo que no cuenta ni con mil setecientos empadronados.
De repente, sin preaviso, una vecina de ochenta años tocó a mi puerta armada de valor para invitarte a inscribirme en la cofradía del Cristo. Por el módico precio de ochenta euros, podría juntarme con ellos durante las fiestas a las mesas que sacaban a la calle, podría ir a misa y a las meriendas y almuerzos que realizaban en honor al Cristo. Admito que no soy muy santa ni católica practicante, pero el ofrecimiento me pareció un buen punto de partida para sociabilizar con mi entorno.
Aquella sí fue una acertada iniciativa, porque esas cenas vecinales nos abrió la aprobación necesaria para acolchar nuestra presencia con arropos y cariño en esta tierra. Ahora paseamos levantando el brazo cada dos por tres, saludando a diestro y siniestro como muestra de reconocimiento. No sé cómo, tal vez porque frecuento más de lo común la oficina de Correos, hice buenas migas con el cartero. Después, con la señora que alimenta a los gatos, con el médico de cabecera, con una vecina de acento andaluz (pero que vive aquí desde siempre) a la que le di el contacto de una pedagoga para su nieta , con el vecino de la casa de al lado... El círculo de conocidos se fue ampliando.
Sin embargo, debo señalar que no fue hasta hace apenas una semanas cuando, con toda la contundencia del mundo, pude decir: "Ahora sí soy una auténtica vecina de esta alquería valenciana". La gota definitiva ha estado marcada de humor y tragedia a la vez, como suele ocurrir con la vida misma. Justo detrás de mi vivienda, y lindando con otras dos casas más, el Consistorio ha decidido tirar al suelo un almacén de frutas para levantar el monumento del siglo en la historia de esta alquería. Hablo de una magna construcción que sobrepasa nuestras viviendas en más de ocho metros por encima de nuestras segundas plantas quitándonos toda la luz, aire y sol que teníamos. ¿Y para qué esta instalación? Pues aún no está claro, puesto que hablan de utilizarlo como espacio multiusos. Sin zona ajardinada, ni una triste maceta o parque alrededor. Pero, si aquí ni abren los parques que hay destinados a merenderos, el horario de la biblioteca, cuando abre, es de tres horas, el polideportivo casi siempre está cerrado y el resto de zona recreativas tampoco se abren, ¿para qué otro espacio indefinido más y, encima, que tape nuestras viviendas sin informarnos de su dimensión e inconvenientes? Una nueva obra absurda e inútil de las habituales que tiende a construir la Administración Pública.
Mi vecino de al lado entró en tal cólera que su mujer tuvo que medicarlo, pues el vocerío y el cabreo le duró cuatro días seguidos. Salió a la calle manifestando su enfado, reunió a otros paisanos para expandir la idiotez municipal y ahí, justo en esa queja, me adentré yo uniéndome a la propuesta. Todos alzamos la voz, yo eché más brasa por mi apatía contra la política. fue un instante de fraternidad, de fulgor popular. Todos asentimos con empatía y nos sentimos hermanos del mismo pueblo. Supongo que, como el dicho, no hay mal que por bien no venga, ni queja ciudadana que te haga sentir más próximo a tu vecino. Hoy, por suerte, y desgracia a la par, un virus común nos hace sentir cómplices y compañeros, vengamos de la tierra que vengamos; y ese virus se conoce como "las absurdas y tiránicas decisiones de un Ayuntamiento".
19.08.2024
LAS KARDASHIAN HASTA EN LA SOPA
¡Qué ingenua soy! Han pasado más de diez años desde que la voluptuosidad de las hermanas Kardashian llegó a nuestros televisores, redes sociales y revistas, y su recuerdo se afinca en mí cada vez que voy a la playa como el sudor al verano.
Crecí con la creencia de que era el culo de Jennifer López el más deseado, el más visto y caro, al asegurarlo por veintiocho millones de dólares. Pero ¡ay de mí! Quedé desfasada. Desde hace más de lo que hubiese imaginado, son los glúteos de las Kardashian los que ocupan la hegemonía del trono de los traseros. Primero, amigas, compañeras de trabajo, vecinas y todas aquellas que conseguían sacar un hueco en su agenda, se apuntaban al gimnasio para desarrollar su músculo trasero. Después, las redes sociales y las revistas de moda y "salud" coparon sus páginas dándonos pautas que nos ayudaran a conseguir dichos globos musculares. Es curioso, ¿acaso un culo más o menos redondo o gordo o inflamado es un fiel reflejo de la salud de la propietaria? desde
Intento prolongar mis vacaciones a base de visitas a la playa. Vivo a dos kilómetros y medio de ella, lo que me permite acercarme cada día aunque sólo sea para un baño rápido y media hora de sol; a mí me da la vida para proseguir frente al ordenador. En mi paradisiaca playa es ahora cuando la afluencia de turistas inundan con sombrillas el paisaje, sin embargo, tengo la suerte de no frecuentar los espacios más concurridos.
Este fin de semana extendí mis cuarenta minutos a unas dos horas, de las cuales, una de ellas me la pasé sentada en la silla junto a mi pareja viendo a decenas de personas pasear por la orilla. No me sorprende que disminuyan las suscripciones televisivas en verano, ni los espectadores; está claro que, lo que realmente engancha en verano, es observar a toda esa cantidad de gente deambular por la orilla. ¡Menudo surtido! Es hipnotizante. Comencé a fantasear sobre cada turista: qué nacionalidad tendría, de qué comunidad autónoma vendrían, si serían pareja, familia, hermanos... si se acabarían de conocer, si estaban enfadados, por qué, qué tipo de vida tendría... Para mi insaciable mente fue un placer a la altura del deleite que otros sienten por ansiar la fisionomía de las Kardashian.
De repente, me percaté de un común denominador en todo tipo de mujeres que desfilaban frente a mí: quien no llevaba tanga remangaba la braga de su bikini para lucir los glúteos con orgullo. ¿Por qué digo con orgullo? Porque no encuentro otra razón. Durante los primeros
topless entendíamos que la ausencia de sujetador en el bikini expiraba la existencia de marcas en la piel a la hora de llevar prendas escotadas, bien por delante o por detrás. Sin embargo, me pregunto: ¿Qué clase de marca blanquecina queda a la vista si pasamos de una braga a un tanga? ¿Alguien usa un tanga como prenda exterior cuando sale a cenar o de compras? En mi opinión, dado que un tanga minimiza la expresión de lo que llamamos ropa interior, ¿por qué no hacer nudismo directamente? Igualmente, quizá sea que la gente se escandaliza de un cuerpo desnudo pero no de otro que hace topless y usa tanga, ¡qué ironía!
Pero no es este tema la raíz de mi estupor, sino el observar con perplejidad que ninguna mujer, de mayor o menor edad, se detenga a pensar que usar un tanga y, mucho menos, alzar el lateral de la braga o tanga para subirla hasta un palmo por encima de su posición original, si les favorece o no. No todo el mundo tiene un culo de veintiocho millones de dólares ni enseña en la pantalla su trasero cuando sale a trabajar, por lo que rogaría, para proteger el cuidado de ojos sensibles a la fealdad: "Señoras y señoritas, dejen de remangarse la braga del bikini subiéndosela hasta, casi, el sobaco. No quieran copiarlo todo indiscriminadamente como si el azul o el rosa le favoreciese a todo el mundo. Y sobre todo, respeten que a muchas personas ni nos deleita el culo de las Kardashian, ni todas tenemos estómago para tragar tanta falsificación. Gracias".
11.08.2024
EL ARCHIVO HISTÓRICO DE LAS AMISTADES
Cuando estudias Administración, una de las cuestiones ineludibles del temario se asienta en cómo archivar la información, los documentos o cualquier tipo de contacto. Comprendo que la percepción que se tiene acerca de esto a los veinte es distinta de la que se asimila a partir de los cuarenta y tantos, con una mochila mucho más cargada de experiencias y emociones que de libros. En mi caso, agradezco seguir aprendiendo a estas alturas, poder inscribirme en cursos de todo tipo y moldear mi conocimiento.
A solo quince días de comenzar el siguiente semestre, de que el trabajo se multiplique y la rutina y el estrés vuelva a convivir conmigo; toca la hora de reorganizar. Cada año que pasa mi archivo histórico se hace más grande y el activo más pequeño. En detrimento, mi habitación empequeñece, pero me niego a deshacerme el histórico con mayor desuso. Por supuesto, hablo del histórico de amistades, el humano, del resto me rijo a la ley y la practicidad. Mi padre me contaba a mis diez años que las amistades de verdad se podían enumerar con una mano, << Los amigos, amigos, uno, dos... El resto son conocidos. Tenlo presente>>. Hoy, a su edad, veo complicado aferrarme a su visión, pues observo la amistad como un fenómeno extremadamente complejo. ¿Cuenta la familia como un elemento más del grupo de amistades? Porque podría serlo. ¿Cuentan los compañeros de trabajo? Pues también. Tenemos por otro lado a aquellos compañeros de colegio, los de universidad, los vecinos y, quizá, deberíamos añadir los fans, suscriptores y los seguidores de las redes sociales.
Como en nuestra rutina hacemos con las tareas, los amigos también se priorizan y de ahí mi problema de espacio. Con el paso del tiempo se multiplican los cajones con etiquetas y el tamaño de cada uno de ellos. Probablemente debería de partir explicando que tengo mi propio concepto de amistad, uno que no exige hacerse un corte de mano con una navaja frente a un río para mezclarse con el de otra persona, pero sí es flexible. Hoy no damos la vida ni el tiempo por quien la dábamos ayer; hoy está pendiente de mí algunos invisibles que se hacen visibles y esenciales cuando menos me lo espero, me ofrecen agua, una sonrisa y un sitio donde descansar.
Nadie tiene una memoria tan prodigiosa que recuerde a cada persona con quien se cruzó a lo largo de su trayectoria. El archivo histórico crece con los años mientras que el activo hierve. A veces, en el activo hay gente que entra y sale, activo, semiactivo, activo... Forma parte del ciclo vital, de nuestra salud mental, incluso. Pero si los archivos históricos son tan importantes para el Estado, cómo no iban a serlo para nuestro armario de amistades.
Reconozco ser una nostálgica, pero tanto me reconfortan las amistades históricas como las activas. Entre ellas, las que se riegan con naturalidad para mantenerse activas a pesar de que las facturas de agua sigan irremediablemente al alza.
EL INTRUSISMO DE BAÑADOR Y CHANCLAS
El verano es la mejor época para los mariscadores ocasionales, esos que llenan las playas desde junio y salvan la delgada línea que les diferencia de los furtivos. Digamos que los furtivos son aquellos que, con exultante descaro, despliegan redes y arrastran rastrillos por la orilla para vender la recolecta en el mercado negro. El mariscador ocasional viste de una diferenciada manera a estos y puede confundirse con facilidad con paisanos acalorados o turistas. Visten un bañador y, puntualmente, con unas chanclas, unas gafas de sol o una gorra. Para su labor cuentan con pocas herramientas, pues se bastan de sus manos y, según el productivo día, una botellita pequeña de agua o una bolsa.
Físicamente son muy parecidos a los veraneantes comunes, pero se les identifica por hacerse dueños y defensores de una parcela de orilla, aproximadamente de cuatro metros cuadrados. Allí acampan bien sentados, de rodillas o inclinados. Avanzan despacio, arrastrando sus dedos para airear la arena, como tractores. Con ellos buscan tellinas y no paran hasta conseguir dos o tres docenas, un aperitivo abundante que sea merecedor del dolor de espalda que causa la postura.
Cuando un turista se detiene frente al mar y observa la orilla de derecha a izquierda, puede comprobar que toda la costa esta ocupada por estos improvisados e intrusistas mariscadores. Una fila interminable de figuras encogidas que rebuscan entre la arena mojada, separados cada dos metros. Los días en que el agua está en calma y la escasa profundidad lo permite, se pueden contemplar dos filas, inclusive. Cada mañana que bajo a la playa es la misma secuencia. A veces, escucho cómo alguno de ellos celebra haber incluido en su remesa uno o dos cangrejos.
Seguramente os preguntaréis qué hago hablando de estas personas, pero a las redes sociales se suman nuevos grupos de profesionales que, abrumados por la competencia, se quejan de intrusismo. Yo llevo oyendo de él desde que me muevo en el sector de la construcción. Pintores que también ponen baldosas y cambian cajas de registro; electricistas que hacen funciones de fontanería. Unos años después, comencé a escuchar esto mismo en el sector de la educación, cuando los periodistas empezaban a asomar sus títulos en oposiciones a profesores de secundaria. El intrusismo, el molesto intrusismo. Parece que hablamos de él como algo ajeno, aunque solo si no nos afecta de cerca, claro.
Quizá no todos conozcáis cuánta extensión de playa hay entre Valencia y Alicante, zona donde vivo, pero os informaré que abarcamos más de doscientos kilómetros. Aunque me consta que esta práctica se extiende por toda la península. Si calculáramos cuántos mariscadores de chanclas y bañador invaden las costas durante el verano, a costa, nunca mejor dicho, de una docena de tellinas por cada uno de ellos y día, ¿de cuánto intrusismo debería hablar el sector pesquero o el de los mariscadores? Sin licencia, sin responsabilidad ni límites, a los ojos de policías y concurrentes autoridades. Y eso que no he mencionado a quienes llegan con la caída del sol para plantar sus cañas de pescar, sus neveras, mesa y la compañía de la familia.
Sin duda, la Tierra es una fuente inagotable de recursos. ¡Qué afortunados somos! ¿Cómo si no iba a soportar esta práctica veraniega tan habitual y permitida hasta la fecha de hoy?
Estamos en una época donde todos nos sentimos enciclopedias andantes, gracias, entre otros motivos, a que internet nos acerca la información que queremos, más o menos creíble y más o menos fidedigna. Internet nos enseña a plantar fruta, arreglar nuestros vehículos, poner cerámica y ser unos decoradores más profesionales que los que dicen serlo. Los médicos se equivocan, "No tengo una tendinitis, he visto en internet que es otra cosa, mi doctor se equivoca". En este tiempo en que todo el mundo cree saberlo todo, ¿qué sentido tiene, en realidad, quejarnos de intrusismo?
14.03.2024
EL PRESENTISMO Y LA AUTOESTIMA
¡Bienvenidos al espectáculo de las ilusiones! Vamos a suponer que es una de las actuaciones estrellas del circo donde se reproduce y supongamos, también, que este circo se llame "Crazy planet", porque es inmensamente grande e internacional. De todas los shows que ofrece, actualmente, este es el más relevante e imprescindible, pues sin él los restantes carecerían de sentido.
El maestro de escena dirige telemáticamente la escena: instaura una cuerda invisible que atraviesa la pista, desde donde promete que los funambulistas podrán ver más allá de lo conocido. Él decide el orden con el que comenzar el equilibrismo, lo que le otorga cierta exclusividad y elitismo al proceso, a lo que condena a los mortales que se muestren desinteresados a deambular por la tierra bajo el calificativo de los "Anclados". Ansiosos por salir del lecho de estos repudiados, la gente se apelotona al principio de la imaginaria cuerda y practica la domesticada hazaña mientras espera su momento. "Miren, señores, esto es lo que deben hacer para no caer ni acabar en el pozo de "Anclados" que les señalo. Vean, vean y comprueben su infelicidad, está en su ceño, en todas esas arrugas, síntoma de desdicha y mala vida. ¡Miradles! Pobres desgraciados", alienta el maestro. Al parecer, sólo él y los elegidos que caminan a su lado para empaparse de toda su sabiduría tienen la clave: cruzar con éxito la cuerda que garantiza un paraíso de felicidad inconmensurable al otro lado. "La autoestima será vuestro motor, yo la alimentaré, vuestra confianza será la mía, vuestra seguridad os la aportará mi elenco, vuestra motivación será común y universal, pero, ante todo, no miréis atrás, el pasado no os reportará nada bueno. Ahora, preparaos, que ahí os envío el motor de vuestra autoestima: el "Presentismo". Agarradlo fuerte porque sin él, la perderéis, caeréis con los miserables, los arrugados y desfasados terrenales, y nunca más tendréis opción de cruzar hasta el paraíso de la felicidad que os cuento".
De este modo, un gobernador de ceremonias declaró al "Presentismo" equivalente de la autoestima y, desde entonces, bastaba con refugiarse en esta técnica para salvar cualquier tensión. La vulnerabilidad se suplía haciéndose protagonista de la situación, porque hasta ese instante, nadie había hecho lo que ese funambulista número catorce, nadie había sufrido igual, ni atravesado lo que él, al menos como él lo sentía; la fuerza y el poder se ganaban gracias al presente mérito, único y exclusivo del presente, por supuesto, porque no existía logro similar; el pasado era un lastre del que despojarse, sólo servían las herramientas actuales, creadas por los similares ejemplares que también cruzaban, habían cruzado o deseaban cruzar la prodigiosa cuerda invisible. Desde una distancia incalculable, un altavoz reproducía la cátedra del director del circo, una y otra vez: "Seguid así, vosotros sois el presente y el futuro. Respiramos gracias a vosotros, a cada paso que dais, a cada gesto, a cada palabra, aunque sea mal dicha, tranquilos, adaptaremos los diccionarios si hace falta porque, exclusivamente, gracias a vosotros y este presente se salvará este planeta de los destrozos del ayer. Seguid caminando, por ahí, por donde yo os digo".
Auguren, señores, el cierre del espectáculo, si es que, todavía, continúan pisando tierra, confiando en un criterio propio, alimentándose de lo cultivado durante años y de lo que hoy siguen labrando, motivándose de las experiencias vividas, las buenas y las malas, que con gran sabiduría han sabido mostrarles el camino.
Quien diga que los circos han muerto que se cuide, y bien, de la ceguera. Ahora se llaman "The illusion show" y, como sabemos, siempre, "The show must go on".
28.02.2024
LAS AVENTURAS DEL ESCRITOR INQUIETO
Un tipo, dos, tres... cuatro, quizá seis, no sé. Todos sabemos que no existe una clase de escritor modelo, uno único al que referenciar cuando se piensa en esta profesión, por mucho cliché en el que se nos encaje, por mucha filmografía vista del cine o la televisión; leída en los libros, en los gruesos tomos biográficos o explicada en las clases de literatura. No pretendo diferenciar entre el escritor de literatura erótica, el de novela negra o el de ensayos, sino entre aquellos que utilizan, o se dejan llevar, por un modo o medio de inspiración, los que investigan o no y lo hacen de una u otra forma. Torcuato Luca de Tena ingresó durante dieciocho días en un psiquiátrico para documentarse sobre la vida en él; otro escritor, no por ello peor, tal vez hubiese imaginado el universo que se esconde tras estas paredes y lo hubiese reproducido más ficticiamente. En definitiva, cada escritor tiene su librillo de cómo hacer las cosas, por cómo nos gusta, nos salen mejor o peor, o cómo se ajustan a nuestras delirantes manías personales.
He leído y visto muchas entrevistas donde se repite la pregunta de cuánto hay del escritor en sus historias, sobre si escribimos de asuntos vividos o conocidos por un vecino, amigo o familiar, si exponemos nuestras opiniones personales entre las líneas de los libros o, también, si estamos representados a través de alguno de nuestros personajes. La respuesta es tan simple como evidente, sobre todo, porque vemos en el mínimo gesto, en lo cotidiano, en el aprendizaje de ayer, de hoy, la magia suficiente para encender nuestra máquina de ideas. Y es que cuanto más vemos, sentimos, cuanto más sabemos, más deseamos conocer y profundizar. Es lo que llamo "la sed latente" que alimenta a la fuente.
Os pondré un ejemplo: un día te defeca una paloma mientras caminas por la plaza e, inmediatamente, después de mirar de izquierda a derecha si alguien más habrá visto la desagradable escena piensas "Cuando se lo cuente a mi pareja se va a carcajear un buen rato de mí, ¡vaya!", pero aun así se lo cuentas. Todo es factible de ser contado, y más si con ello vas a remover a otra alma. De hecho, he de confesar que, en mi caso, cuando escasean las palomas u otras aventuras, a mi mujer le tiemblan la piernas y la voz porque sabe que iré a cubrir esta "sed latente" que rara vez cesa. ¿La última ocasión? La semana pasada.
Como si el espíritu de Tena me atrapase, caí en la falta de veracidad que daría a uno de mis recientes personajes si hablaba de su rutina sin conocerla. Ni corta ni perezosa, sin experiencia alguna y la ausencia de aspirar el logro, me empeñé en trabajar en una fábrica. Me daba igual el producto que fabricara o transformara, me daba igual si era un almacén o el puesto a desempeñar, me valía con estar allí, ver, oír y sufrir. En menos de una semana, una fabrica de frutas me llamaba para trabajar en su almacén de naranjas. Me pagarían por horas y el desempeño parecía sencillo. Duré tres días, fue suficiente. Mis manos sangraban después de nueve horas seguidas, me dolía la espalda, el ruido era insoportable y las compañeras, ¡uf! ¿Por qué habrá esa manía entre los trabajadores de las empresas de juntarse según su nacionalidad a modo de gueto? Allí nos te quedaba otra opción más que acercarte a las españolas; la árabes cuchicheaban a espalda del resto, las rusas y rumanas te ignoraban mientras hablaban entre ellas, sin responder a un "¡Buenos días! ¿Qué toca hacer?". La imagen de películas con escenario penitenciario inundó mi cerebro y, después de volver a intentar el acercamiento a varias compañeras rumanas, un par de marroquíes y el acoso de una señora que pretendía ligarme, decidí caer en el gueto hispano. El encargado marcaba los ritmos de trabajo silbando, al que la mayoría de mujeres respondían con una sonrisa. Yo miraba a un lado y a otro buscando una mirada cómplice que pensara como yo que no éramos perros, vacas ni ovejas a las que marcar.
Hoy, reconozco que ya soy un poquito más sabia, que tengo más que decir, más que contar o sobre lo que opinar, pues no hay miguita de experiencia ni anécdota que no dé a un escritor para exprimir en cuatro líneas o un libro.
LA NUEVA CREATIVIDAD HECHA DE HUMO Y FABRICADA EN SERIE
La tribuna publicada hoy en el periódico digital de El País, titulada: Los lectores sensibles matan la literatura, me ha dejado con hambre, pues, a pesar de hablar de un asunto que ya se ha tratado de manera reciente en otros artículos de opinión, esconde un mal mayor, mucho más temible de lo que, a primera instancia, podemos imaginar.
Llevamos meses acosados por los medios, alimentados, por supuesto, por el respaldo político, donde se recurre a la antiquísima estrategia del miedo para movilizar consciencias y, sobretodo, votos y un pensamiento plastificado que nos venden en cajitas uniformes, como si de una cartilla de racionamiento se tratara. Es normal, este asedio forma parte de una cuenta atrás que se acerca a su fin, siempre y cuando todo salga como se espera. Pero antes de adentrarme en el paquete de humo de sostiene la realidad que vivimos, quiero disculparme, porque debería haber comenzado aclarándoos que, lamentablemente, por lo que ello supone y me toca como escritora, opino como el periodista artífice de la tribuna mencionada. No obstante, desearía añadir un par de cuestiones a lo postulado por él, dado que su reflexión no debería quedar plasmada como una tara aislada. Parece que solo consentimos que pataleen y protesten los entes creativos y pudientes de la sociedad; no todo el mundo puede permitirse dedicar un año sabático a escribir, esculpir o pintar, o dos, o tres, ajeno a un colchón económico que lo guarde. Probablemente porque son personajes consagrados de la literatura, merecedores del respeto conseguido y labrado en su trayectoria. Ahora, sienten que han perdido su libertad creativa por tener que regirse a criterios de venta y políticas con los que pierden su identidad, estilo y magia; no es de extrañar que se creen aplicaciones que escriban solas bajo una filosofía unitaria, militar, ¿no es, acaso, eso lo que se busca? Los escritores independientes estamos en peligro, lo cual, nos toca las narices y hemos comenzado a gritar. Evidentemente, agradezco el levantamiento de voz de memorables escritores que, por su influencia, ayuda a no matar una profesión que, hasta la fecha, brillaba por su albedrío.
Con esto, vengo a decir que, el verdadero problema está en que esta corriente se ha extendido de forma global, no nos afecta únicamente a los escritores, y, globalmente, la censura y quiebro de la libertad de expresión abarca todo tipo de ámbitos. En la política, se dedican más recursos a empapelar calles con carteles violetas que respaldan la violencia de género que a hacer cumplir leyes y las sanciones establecidas; de repente, no se puede opinar sobre la inmigración, o hay que llevar un exhaustivo cuidado al hacerlo, a pesar de atravesar problemas humanitarios en comunidades como las Islas Canarias. Alguien decide qué interesa o no en este momento, sobre qué se habla y sobre qué no, dónde aplicamos más capital y dónde no, o a qué comunidad, como si unas estuviesen por encima de otras, a pesar de tener una deuda histórica. En Educación, pesa más la preocupación de cómo dirigirse a un niño, para que no se sienta atentado o frustrado, que la importancia de salir al mundo con útiles herramientas como son las matemáticas, la física o la adecuada ortografía. ¿Quién estableció que es en las aulas donde debe educarse en unos valores, que también nos insisten que debemos tener, <<según alguien>>, en lugar de contenidos? Además de entretenerlos y motivarlos, como si, después de estudiar una carrera de filología o geografía hubiese que ejercer de animadores socioculturales. Siempre pensé que la responsabilidad de esta labor está en los padres y en propio desarrollo del menor, que debe aprender a construir un criterio propio, ¡vaya! No, ahora, lo importante se revierte en humo, humo que, como sabemos, se reparte cual Padre Nuestro que hay que recitar como un mantra y se mueve al son de quien sople, hasta que se desvanezca o sea inútil su ilusión óptica, porque no aporta nada. Solo es una táctica de distracción, la pócima que engatusa y crea zombis militares con ojos ciegos, cuerpos encarcelados que se dejan monopolizar, carentes de una opinión personal basada en su experiencia, su entorno o su particular idealismo, aunque, paradójicamente, luego participen de una manifestación contra el fascismo.
Cuánta ironía subyace en esta soberana sandez de asentir y arrodillarse, automáticamente, ante lo que te dicen ser o no ser políticamente correcto.
14.09.2023
LA VENTANA INDISCRETA
¡Prensa, prensa! ¡Noticias frescas! <<Las chicas han vuelto a salir a la puerta y, esta vez, lo han hecho con su perra>>.
¿Quién no ha vivido la experiencia de sentir que alguien te vigila? Sí, suena escabroso; pero, en este instante, estoy segura de que habéis un montón de personas asintiendo con la cabeza.
Siempre me gustó vivir cerca del mar, para mí es una fuente de energía inspiradora. Cada ubicación que elegía para residir no debía estar a más de cinco kilómetros de la playa y, hasta el momento, así ha sido. Ello no implica que no me guste la montaña ni los lugares de interior, España está colmada de rincones cautivadores, mucho más que la mayoría de países. Yo nací en un pueblecito pequeño de unos siete mil habitantes, aunque lo cierto es que, los responsables de esa cifra, eran más bien las cinco mil personas que habitaban en la urbanización construida a dos kilómetros del núcleo urbano; abajo, en el centro del pueblo, estaríamos censados unas dos mil personas, mil de la cuales vivíamos todo el año. Había exclusivamente un colegio, y nada de clase A o B por curso, ¡qué va! La generación que más alumnos obtuvo fue la mía, con veinte o treinta por curso. La gente cuenta que hubo una época en que, incluso, tuvieron cine, pero ni mi hermana, que nació en el setenta y tres, pudo disfrutar de él. En los pueblos ya se sabe que no hay secretos, o a eso se aspira, y hay calles que contienen, de hecho, un marcado carácter intrusivo; en mi pueblo la llamábamos La calle de los <<gasetos>>. No podías dar un paso sin que, a la media hora, ya se hubieran chivado a tus padres con quién salías o si te habían visto fumar. Con los años, esta especie de custodia deja de tener importancia, no supone un trauma ni un lastre, sobre todo, si te has cambiado de residencia. Sin embargo, debo admitir que llevo dos meses inquieta, tiempo prudencial para no enjuiciarme como una paranoica.
Compré una vivienda de finales del siglo diecinueve en un pueblecito de mil setecientos habitantes, a una hora de Valencia y a otra de Alicante, con la playa más cercana a tres minutos. Por la mañana, cuando subo a regar mis plantas de la terraza, veo las montañas de la Safor muy cerca y, casi durante todo el año, el ambiente huele a azahar. La elección del emplazamiento parecía idílico, pero lo que en un primer momento advertí como intromisiones y molestias puntuales, ahora recuerdo como avistamientos de lo que estaba por venir.
Aun no residíamos allí y la policía me tocaba la puerta para informar de que no podía dejar cartones en la calle; acababa de sacarlos y pretendía sacar más, todos lo que envolvían el mueble que estaba montando en la entrada de casa, entre un viaje al contenedor y el siguiente no pasaron ni dos minutos, ¡ni siquiera me había dado tiempo a cortarlos en trocitos para introducirlos en el contenedor! Pero allí estaba el policía local, advertido por un misterioso vecino que me había visto desde una ventana. Pasó tiempo hasta que los lugareños se animaron a saludarme al cruzarnos por la calle, más allá del propietario de una de las casas colindantes. La gente pasaba y se quedaba señalando mi fachada de manera descarada, ¿por que nos veían compartir vivienda a dos chicas que se tocaban demasiado? ¿Quizá por que colocamos dos marcos de azulejos junto a la puerta rompiendo la estética de las viviendas colindantes?
Fuera por vergüenza, por no ser valenciano parlantes, recelo o desinterés, vete a saber, el caso es que no respondían a nuestras miradas ni a nuestros saludos.
Un día, mientras preparaba el coche para un viaje de fin de semana, una señora con la que, aparentemente, coincidí al sacar ella la basura a las once de la mañana, me sugirió que me apuntase a una de las comparsas festivas: <<Llevaba tiempo queriéndotelo preguntar a ti y a tu compañera, no es caro y así podéis integraros mejor en la localidad. Aquí se hacen muchas fiestas y se sale a cenar a la calle, podéis sentaros con nosotros. Si no sois de misa, no importa, porque se hacen muchas cosas más>>. No me pareció tan descabellado en aquel momento.
En la primera cena conocí a más matrimonios y, cuando días después tropezaba con alguna de las mujeres de la mesa por el pueblo, me hablaban de lo farsantes y chismosas que eran las personas del municipio. La valiente señora que se atrevió a invitarme al principio, volvió a tocar a mi timbre para informarnos de la festividad de la localidad vecina. Empezamos a cruzárnosla por todas partes y, sorprendentemente, todo eran casualidades. <<¡Vaya, estaba asomada a la ventana y os he visto!>>. Nada más llegar con el coche y poner un pie en el suelo, allí estaba, preguntándonos por el viaje; nos invitaba a sumarnos a las reuniones de mujeres para aprender a hacer ganchillo; nos decía que sabía cada vez que alguna amistad venía a vernos porque ladraba mi perrita, a pesar de que ella ladra solo con que el cartero toque la persiana exterior... <<¿Qué tal el día? ¿Hace frío, hoy? ¿Queréis veniros al desfile que hacen por las fiestas patronales? ¿Vais a la procesión? ¿A dónde vais? He visto que se os ha manchado con la lluvia la persiana, ¿os traigo un producto que la limpia muy bien? Os he preparado unas cocas para que las probéis, por cierto, esta mañana has salido sin abrigo, ¿has pasado frío?>>.
Cuando salgo de casa, nada más cruzar el umbral de la puerta, miro hacia cada ventana del vecindario, temerosa de que siga allí, observándonos, esperando vernos o saber más de nuestra vida. Yo he dejado de levantar las persianas del dormitorio hasta arriba; corro todo el rato las cortinas y me cambio de ropa aprovechando los huecos nulos a la visión de cualquiera dentro de la habitación. Siento que aceptar aquel gesto cordial de acercamiento nos está pasando factura con una ventana indiscreta que todo lo ve, veinticuatro horas; porque, en La calle de los <<gasetos>>, tampoco descansaban las ventanas alcahuetas cuando dormían hasta los gatos.
LA CRUZ DE LOS ENCUENTROS VACACIONALES Y LA RESACA DEL MOMENTO
Como cada año desde que cumplimos los treinta y cinco, localizar el día, la hora y el lugar perfectos para reunir y volver a ver a las amigas es una “Odisea”. Parece que a cuál trabajo es más importante, quién está más ocupada con la familia o los niños, las semanas vuelan entre incompatibles vacaciones de unas, otras o de las que nunca paran. Luego está la cuestión de la hora, pues se alega que las mañanas están cargadas de miles de gestiones diversas: llevar un rato a los hijos a la piscina, comprar en el supermercado, cocinar, esperar a que venga la pareja del trabajo, de ver o estar unos minutos con los padres, llevar a primera hora a los niños a los abuelos para, después, recogerlos a las dos, o puede que quedar con otras amistades. Si la propuesta es al mediodía, la mayoría de amigas comentan el calor; por supuesto, no lo dicen por ellas, sino por las indefensas criaturas engendradas que, aunque tengan diez años, debo pensar que se derretirán por el esfuerzo. Y después de comer ¡mucho menos! La hora de reposar la comida y la siesta está contemplada como impracticable, sigue haciendo mucho sol y calor. A partir de las siete asoma la luz del encuentro, pero hay que elegir bien el sitio, dado que pronto llegará el momento de dar de cenar a los más pequeños y no puede hacerse en cualquier lugar. Quizá, incluso, ese día los niños se han quedado bajo el cuidado de los abuelos y pronto será la hora de recogerlos. Cuando alguien está en esa situación ya se preocupa por insistir en una ubicación cercana a su casa y, si al final no hay acuerdo en ello, puede que no pueda asistir a la reunión. Por supuesto, por la noche, ya no sale más de la mitad de la pandilla, aquellas estigmatizadas como inmaduras, vividoras o irresponsables, y de nuevo pasamos a elegir otro día y desmembrar las posibilidades de encuentros factibles hora por hora. Tras esta ardua tarea que tiende a durar de dos a cuatro semanas, suele reducirse el momento a dos horas en la piscina municipal del pueblo, parque de bolas, heladería o la casa de alguien que haya parido, independientemente de si fue hace un mes o doce años.
Yo no suelo beber demasiado alcohol, el agua está riquísima y es la bebida más refrescante, en mi opinión, además, mantengo una dieta equilibrada y saludable, pero cuando llegan las vacaciones o los días festivos el vermouth siempre es un aliado, el vino, un tinto de verano o un quinto. El esperado momento de nuestra particular fiesta lleguó con un capazo cargado de cervezas, una botella de agua, dos Fantas de naranja y una bolsa de pistachos. Al dejar caer la toalla sobre el césped y sacar del cesto la primera cerveza para hidratarme mientras esperaba a mis amigas, una voz me nombró desde las mesas del chiringuito: «¡Ey, Nana, aquí! Que el césped es ¡uf!, vemos mejor a los críos y podemos apoyar mejor las cosas». ¿Se apoyan mejor las cosas en una silla o en una mesa que en el suelo del césped? ¿Muerde el césped? El siguiente comentario recibido tras mi enérgico «¡Hola chicas! ¡Qué ganitas de veros, por fin!» se refiere a la bebida que sujeto: «Tía, ¡qué fuerte! Si es que no cambias, ¿ya con una botella en la mano? ¡Vaya vida de vividora llevas! Aunque, en fin, oye, que nos parece bien, tú que puedes que no tienes hijos ni responsabilidades». Son los primeros contactos del encuentro y, cada año que pasa, no sé por qué, pero tan pronto empiezan a hablar de mi aparente suerte y su supuesta «traumática» y «estresante» vida, deseo volver a casa con mi mujer y mi perra.
La resaca de ese momento es de auténtica paz y conexión con mi rutina, mis verdaderas vacaciones: levantándome temprano con mi esposa para desayunar juntas, pasear media o una horita con la perra, completar nuestros quehaceres, comer, hablar y, sobre todo, reírnos mucho. Porque si tan pesado y fatigoso debe resultar localizar y citar el bonito instante de volver a reencontrarte con el mayoritario grupo de amigas, donde debería predominar la predisposición y las risas y no las sucesivas comparativas y chillidos de desquicio y descontrol por el acercamiento de un menor al bordillo de una piscina pública tutelada por dos socorristas, ¡bendita mi suerte de gestionar los vaivenes de la vida, que todos tenemos, con esta soltura labrada a base de paciencia!
Mientras me relajo de la resaca tumbada al sol, rebozándome de arena en la playa y observando cómo hay personas que aprovechan cada detalle de belleza que el verano ofrece, pienso: «¡Menuda cruz de encuentros vacacionales! Y, al año que viene, más de lo mismo, con lo fácil que lo hacemos durante el resto del año de tres a tres amigas, de cuatro en siete o de dos en dos; cuando el tiempo se distribuye sin ocio ni vacaciones de por medio, cuando repartimos la agenda entre trabajo, familiares, escuela, gimnasio, viajes, reformas y arreglos caseros… menos mal que, al año que viene, esta misma cruz traerá otra apacible resaca vacacional.
25.05.2023
POR EL BIEN DE LOS DOS
Iba conduciendo de camino al trabajo cuando, de repente, una canción conocida sonaba en la radio repitiendo una y otra vez "... por el bien de los dos". El cantante argentino Coti me traía el recuerdo de mi pasado fin de semana. Debido al destino, supongo, y las circunstancias que nos traen la vida, me casé el mismo año que mi pareja aprobó la plaza en otra comunidad autónoma. Desde entonces vivimos separados de lunes a viernes, ironías de ese graciosillo destino. A pesar de ello, la situación nos ha engendrar una especie de cosquilleo a partir de los jueves donde nos sentimos inquietos, ardientemente deseosos por vernos y exprimir los escasos días de los que disponemos para estar juntos. A lo largo del año, debemos repartir los fines de semana entre reuniones familiares, reuniones con amigos, compañeros e, incluso, eventos sociales. Soy consciente de que esa repartición nos quita más tiempo de pareja de la que yo desearía, pero intentamos sacar de esos momentos el máximo disfrute para que no nos pese, por el bien de los dos. El pasado fin de semana, quisimos quedar con una amiga, de la que recientemente había sido su cumpleaños, para comer y aprovechar la ocasión de hacerle la entrega de un regalo. Después de la comida iríamos a tomar unas copas, charlar, bailar... sin embargo, el día de candela se volvió de misericordia. El anhelado encuentro y diversión se tornó tenso y, tras los primeros coleteos de incomodidades, malas interpretaciones, expresivas caras y la sucesión, seguramente, de demasiado alcohol, mi jolgorio quedó arruinado; debí haber hecho caso de los consejos de mi pareja.
Durante el último año y, sobre todo, durante el transcurso de los últimos meses, cuando sabemos que ese fin de semana vamos a reunirnos con alguien que no sea un familiar de primer grado, antes de salir de casa la parienta me marca una serie de directrices a seguir: no opines sobre maternidad, no opines sobre política, no opines sobre hechos históricos, enseñanza ni sanidad, no hables de dinero ni economía, y no opines sobre trabajos ajenos, pero tampoco hables del tuyo si lo vas a hacer desde una perspectiva empresarial.
Puede que penséis que es muy dura, pero os aseguro que, tras vivir varios desencuentros sociales azotados por un chorreo de incomodidades, malas interpretaciones, expresivas caras, contestaciones violentas y un tono de voz más acorde a utilizarse en medio de una discoteca, bien me vendría hacerle más caso, por el bien de los dos. En un intento de no avasallar mi autoestima, pues ya son ocho años juntos, de vuelta a casa después de esos eventos sociales, me escucha con complacencia las manifiestas sensaciones y opiniones que tengo acerca de todo lo que me rodea y sucede: el mal cuerpo que se me queda por haberme sentido censurada y juzgada en nuestro entorno de amistades por elegir expresarme libremente y con suma educación, cómo me produce urticaria al no responder a contestaciones poco afortunadas y desairadas para que no sigan siéndose amenazados ni tomándose a pecho, o de forma personal, lo que cuento, lo que me frustra y cansa tener que comportarme como una persona sin voz propia para ser aceptada socialmente por la masa que solo piensa en una dirección y no respeta la pluralidad que nos enriquece, o que no entiendo porqué siempre debo ser yo quien debe ser condescendiente, dar la razón <<como a los tontos>>, como vulgarmente se dice, para que no se tuerza la diversión, nadie se sienta amenazado por mi voz o se vaya a cuestionar sus actos por mis palabras.
En esos momentos incómodos críticos en que alguien me grita o señala con el dedo sintiéndose moralmente superior, mi pareja, en su faceta protectora, inmediatamente se irgue, eriza y, con los ojos horrorizados saliendo de su órbita, corrige y oculta todo cuanto emana de mi boca justificando que a mí no me importa parecer <<políticamente incorrecta>>, que soy torpe y que, en el fondo, yo pienso lo mismo que ellos. Es su particular grano de arena por el bien de las dos partes. Ya imaginaréis que, yo que soy una persona independiente y de suficientes recursos, le pido que cese su justificación condolida porque no necesito portavoz ni defensa. Pero es cierto que, en nuestra vuelta a casa, esa acostumbrada situación de reprimirme para no acabar con mis o sus <<sensibles>> amistades comienza a pesarme más y más; por lo que le he pedido que, por el bien de los dos, no se disguste porque yo me quede en casa mientras ella sale a reunirse con gente, pues no quisiera acabar aceptando, para no incurrir en debates de intolerancia, ser un complemento que sale solo para sonreír, asentir y hablar del tiempo.
Afortunadamente, siempre encuentras en este camino de la vida muchas más personas que no miden cada gesto o palabra que emites, que comparte, ríe y disfruta contigo porque eligen quedarse con los hechos que nos definen y dan rienda al humor que tanto endulza una u otra perspectiva, ¿será que el día que se repartió el humor mucha gente se quedó en casa? Pues hasta gastar una broma es considerar que es de mal gusto tu humor.
Es curiosa esta reflexión en estos días electorales en que, perfectamente, la canción de Coti podría ser un eslogan de campaña "Por el bien de los dos", porque si, al parecer, se ha acomodado en el populismo poder tener un único y moral sentido de opinión, y cada persona, institución o plataforma nos aconsejan adoptarlo como el auténtico y acertado, también los candidatos a gobernar podrían convencernos dejando de utilizar frases como "Trabajamos juntos" "Miramos por nuestro pueblo" "Caminamos juntos" o "Lo hacemos por nuestra ciudad"... para levantar la musical frase "...por el bien de los dos".
DERECHOS VERSUS PRIVILEGIOS
Cada mañana, entre las 7:00 y las 9:00, repito una misma rutina como un mantra: me preparo mi media tostada con aceite y sal, me pongo una infusión, luego, me sirvo un café expreso y leo noticias de distintos periódicos a través del teléfono. Como un reloj, antes de dar el último sorbo que me empuja a levantar el vuelo hacia el trabajo, acabo el desayuno diciendo: «¡El mundo está loco! Ya nada tiene sentido, debe ser que se acerca el fin del mundo y las personas, poco a poco, más y más, caen ante el delirio que se avista como antesala del momento fatal».
Después de tantos años de lucha contra las desigualdades sociales y la dignidad laboral, la política ha debido perder el norte. Ya han pasado meses desde que se crease una ley que «supuestamente» amparaba el derecho a nuestra menstruación a quedarse en casa sin que implicase un despido, como si anteriormente, cuando nos encontrábamos mal, no hubiésemos podido ir al médico para que este nos recetase unos días de reposo; pero cuando hoy he leído que una política de Madrid ha prometido en su campaña establecer un presupuesto nuevo para crear una empresa que cubra cuestiones de bienestar para entretener las tardes de las mujeres posibilitando servicios gratuitos como, por ejemplo, ir a la peluquería, casi me caigo de la silla.
Hace tiempo que dejé de definirme con ningún partido político, pues todo me han ido defraudando de la misma manera, pero cuando escucho a aquellos que han sido elegidos para representarnos manifestar cosas así, me inunda una enorme vergüenza ajena. Ya la sentí antes, cuando empezó a proliferar el insulto frente a la argumentación, el debate y el respeto en el congreso, pero en términos feministas, ahora que se utilizan con tal exceso, me ofende como mujer.
Yo nací en 1978, tuve una educación y sanidad pública y gratuita, dos chicas del colegio nos encargábamos de repartir los equipos de fútbol para jugar en el recreo, mis padres nunca me obligaron a entretenerme con muñecas cuando me veían pedir cajas de Playmobil, trenes o un futbolín en Navidad. Me repitieron hasta la saciedad que aprovechara las oportunidades que se me ofrecían, como estudiar, y que con ello me formara como una persona respetuosa, independiente, valiente, digna y honrada; nadie sería más que yo ni yo más que nadie dado que todos éramos iguales.
Para mí la libertad es sinónimo de respeto, con lo que entenderán que me genere extrañeza que alguien quiera regalarme una sesión de peluquería que, en mi modesta opinión, más que una cuestión de cuidado básico público es un asunto de destreza con el peine. ¿Por qué a los hombres no les regalan masajes de espalda o manicura? En una sociedad igualitaria razonable, ¿qué tiene que ver el chorizo con la velocidad? El cuidado personal es eso, personal, ¿por qué debe crearse un presupuesto para cubrir los cuidados y el ocio de las tardes de las mujeres? ¿Acaso ahora se legislan privilegios? Vuelvo a sentirme ofendida, lo siento.
Soy una persona perfectamente capaz de organizar mi agenda y cubrir las necesidades económicas a la par que elijo y decido qué hago con mi ocio; medidas así no me hacen más fuerte, me ridiculiza. No considero que el mensaje más adecuado para apoyar a la mujer pase por convertirla en una víctima y colmarla de privilegios; la igualdad es otra cosa y se consigue con otras fórmulas más cercanas a fomentar el respeto, con todo el significado que la palabra alberga, que a inventarse privilegios innecesarios que nadie ha pedido y no hacen otra cosa más que humillarnos. Hoy soy libre para decidir qué hacer con mi vida, con quien estar, qué estudiar o pensar, por lo que cualquier individuo o político que me diga lo contrario únicamente trata de manipularme; yo soy la responsable de mis decisiones y, de ellas, no puedo culpar a nadie, esto es ser responsable.
Quizá haya llegado el momento de dejar atrás los discursos sectarios para empezar a hablar de derechos humanitarios y respeto. A mí me molesta igual que me explote un hombre que una mujer, que me pegue un compañero que una compañera, que me insulte un hombre que una mujer; de la misma manera que me da igual casarme con un hombre que con una mujer. Solo aspiro a tener las mismas oportunidades y derechos, y de eso, ya hablaba la Constitución el año en que nací.
06.04.2023
RENOMBRAR LA FIESTA PAGANA
Es la 01.00pm del miércoles 5 de abril previo al Jueves Santo y el supermercado está a reventar; la gente se aprieta con los carros en las colas formadas cerca de la zona de cobro, sudores, miradas desconfiadas de reojo, plegarias contra el encargado del negocio por no llamar a otra cajera más a su puesto de caja, advertencias al resto de clientes que esperan, osados, expectantes por avanzar su carro hasta la primera posición sin que nadie se cuele antes en su meta, recelosos mientras especulan quién merece ser el primero en ser atendido una vez que la nueva cajera abra su puesto. Los reponedores trabajan a destajo, los precios han subido y las filas frente a la carnicería y la pescadería se superponen por momentos. Observo las cestas de compras ajenas, en fin, es una manía que no consigo quitarme porque, tras hacerlo, mi cerebro se apodera de la realidad imaginando quiénes serán esas personas, cómo viven y a qué dedican sus horas. Inmediatamente, se me ocurre una historia donde ellos son los protagonistas.
Hoy, en particular, lo que me ha resultado más llamativo ha sido la cantidad de carne y comida comprada. Sé que, como es habitual, las familias y amigos aprovechan para reunirse en campos, casetas y otros tipos de residencias rurales, pero acabo de recordar, ¿no se supone que deberíamos mantener cierto ayuno y evitar la carne hasta sábado? Puede que sea la liturgia de la Semana Santa, pero en esta festividad, ¿dónde queda el motivo de tal festividad?
No seamos hipócritas, en fin, yo lo admito, llevo esperando desde principios de enero a que lleguen estas fiestas y no por participar en las procesiones sino por los días ociosos: es mucho más fácil quedar con grupos de amigos, se permiten ciertos excesos tanto de dulces como de otros vicios y, junto a esto, si sumamos que, con suerte, saldrá el sol y disfrutaremos de los primeros baños en la playa o de unas frescas cervezas sentados en una terracita, de manga corta y bermudas, con vistas al mar, ¿quién no desearía que llegara la Semana Santa? Sin embargo, por el caso que le hacemos al Cristo, María y las diversas imágenes que envuelven estas fechas, me pregunto si no deberíamos a empezar a cambiar de nombre a estas vacaciones nacionales. La población parece menos devota que en otra época y la notoriedad que le damos a estos cinco días cada vez tiene menos peso en detrimento a otras fiestas regionales como las Fallas, las Hogueras o la Diada de Sant Jordi. Como argumentación a esta propuesta, os reconoceré que este año apenas me he enterado de la liturgia cristiana y, después de hablar con amigos y familiares, ellos me comentan que les lleva ocurriendo esto desde hace tiempo; terminamos yéndonos de viaje a otro país, a esquiar o a una casa rural, lejos de las conocidas misas y el despliegue de capuchinos que sostienen al Cristo.
Sin duda, el mundo de la paternidad «canina» supone un empujón muy importante en el PIB, tanto nacional como internacional, mueve millones, y gran parte de esos millones quedan ingresados en las arcas recaudatorias de los gobiernos. ¡Qué bien viene que el mundo de los hijos «caninos» esté en auge! Sin embargo, qué poca empatía se les destina a los animales y sus dueños. ¿A quién engaña una nueva ley de Bienestar Animal que pone trabas a tener una tortuga en casa, en qué tono hablar a tu perro o cómo sujetarlo en el coche mientras permite a los cazadores llevarlos confinados como sardinas en remolques? Allí esperan su momento de acción rodeados de moscas, con heridas y golpes provocados, primero por los vaivenes del transporte entre tierra y, después, por la batalla que supone hacerse con la pieza objeto de caza.
Si lo pensamos un segundo, recordaremos, incluso, que estamos en Ramadam mientras nosotros brindamos y hacemos barbacoas. El pasado domingo vi, además, un documental en la plataforma de Disney donde Chris Hemsworth hacía un ayuno severo de cuatro días; con lo que yo me pregunto en estas vacaciones <<religiosas>> ¿dónde ha quedado nuestro ayuno? Al final, parece que sucumbimos al culto aunque sin la memoria de cumplir con el ayuno y la liturgia que pone nombre a estos días de ocio. Como contestaba Chris en el documental al preguntarle su entrenador si aguantaría un día más de ayuno tras su esfuerzo, como él, que en nuestro caso fingimos ser devotos al descanso de la Semana Santa, también responderíamos: <<No, no, no>>, pues siempre nos sobran días de guardar frente al jolgorio de una jarana.
ALEA IACTA EST
Alea iacta est o, al menos, eso es lo que pensaba cuando publicase mi primer libro. Quise ser escritora desde muy temprana edad, en el colegio ya doblaba grupos de folios para que mis historias tuviesen el formato de un libro, dibujaba una portada atractiva y, tras ella, reproducía el diseño de edición de otros libros, añadiendo un ISBN inventado. Divulgaba estos libretos entre los amigos de confianza, de manera discreta, pero un día, sin esperarlo, el director del colegio interceptó el ejemplar, lo leyó y me lo devolvió junto a una nota que decía: “Cada romanticismo tiene su momento, no te distraigas antes de tiempo”. Todo el colegio se hizo eco de mis mininovelas y, una semana después, el responsable de la radio de la escuela las leía por capítulos. Obtuve notoriedad y respeto creativo al instante.
Supongo que, por ello, creí a estas alturas de la vida me ocurriría lo mismo. ¡Menuda ingenua! Entonces no existía otra escritora en el colegio, ni en el pueblo, al menos, que yo conociese; hoy parece que cualquiera pueda escribir un libro, porque hables con quien hables, cada persona te dice que conoce, como mínimo a una o dos que ya han publicado algún ejemplar. Tras ese momento, levantan sentencia diciendo: <<Es que das una patada al suelo y levantas tres escritores de golpe. Ahora, todo el mundo escribe, ¡bah!>>. Debe ser como eso que dicen de los actores en L.A.
A mí, que soy una fiel lectora de los textos de Beckett, de primeras, me gusta partir de cero y ponerlo todo en tela de juicio, luego acabo por alcanzar alguna complaciente conclusión. En cuanto a este tema he de argumentar que una vez sumergida de lleno en internet, he observado que la literatura ocupa entre el 40-50% de los libros publicados en un año, que según los últimos datos de 2021 oscila en unos 45.000 libros, sean de poesía, novela o cómics. Si sabemos que en España hay 47 millones y medio de habitantes, esto nos lleva a calcular que escriben literatura 9 de cada 10.000 personas. Me pregunto, a su vez, si todos los libros se escribirán igual, si requiere el mismo tiempo escribirlos o todos los escritores, por ejemplo, tienen las mismas opciones de difusión. ¿Qué diferencia habrá entre escribir una novela de 150.000 palabras y una de 80.000? ¿O una poesía y un cuento infantil? ¿O una obra de teatro y un guion? No lo sé, porque, sobretodo, las obras no se miden por el número de páginas, sino por la calidad. ¿Utilizará el mismo tiempo y detenimiento un escritor de novela histórica que un influencer que habla sobre otros temas, normalmente? ¿Mantendrán la misma calidad? Empiezo a pensar que esa coletilla de frase hecha no se sostiene demasiado. Aunque nos metan a todos los escritores en el mismo saco, ¿pretenden que compitamos entre nosotros para que hagamos tambalear nuestra autoestima o valía? ¿Por qué deberían o deberíamos competir? A fin de cuentas, hay gustos para todos. Puede que se esté metiendo en el mismo saco a YouTubers, a influencers (no escritores) o algunos personajes televisivos de moda que atraerán más ventas. Me estoy dejando divagar demasiado, en particular, si traslado la cuestión a que no publican todos aquellos que escriben y lo desean, sino los que económicamente pueden autopublicarse y promocionarse o los que tienen una imagen suficientemente difundida como para ser más rentables a las editoriales.
Según este planteamiento, no hay un escritor cada vez que damos un pisotón al suelo, porque las publicaciones se reparten entre unos pocos: los de siempre, viejos reconocidos y galardonados, y actuales imágenes de internet y el mundo de la televisión (al menos, eso es lo que parece recientemente, tan solo hay que hacer un recorrido a los últimos premios planeta). Y, en esa maraña de escritores, entre legendarios y famosos, me he empeñado en abrirme un hueco; encima, virgen de redes hasta hace poco, ¡con las veces que he escuchado aconsejarme: <<Si no estás en las redes, no existes>>! Todo tipo de conocidos me dicen sobre qué debería escribir, cómo hacerlo y cómo difundirlo, cómo publicarlo y a cuántos concursos literarios debería participar, pues debo ser una escritora que no sabe ser ni ejercer de escritora, como el licenciado de medicina que hay que decirle qué recetar y dónde operar. Después, vuelven a repetir, a modo de colofón, que conocen a dos o tres amigos que han publicado algún libro, aunque ese libro se trate de arquitectura, y cómo me aconsejan que proyecte mi trabajo literario. Remitiéndome a la célebre frase de J. Jacques Roussean: “… el hombre es bueno por naturaleza…”, por lo que daremos por bienintencionado el consejo y veremos de él que solo velan por nuestros anhelos. Y es que, ¡cuánto amor debe haber detrás de cada actividad artística para que no matemos a los más allegados! que, aun sabiendo que siempre deseamos ser escritores, cantantes, escultores o humoristas, lo primero que nos advierten es que mantengamos otro trabajo más serio y rentable. Pues, ya que cualquiera puede escribir, cantar, pintar o esculpir, vamos a tener un futuro excesivamente duro y tedioso, a su parecer, demasiado esfuerzo para nosotros, demasiada competencia que, quizá se piense de antemano, no tenemos capacidad de esfuerzo ni talento; como quien desee ser médico o carpintero o chapista. Pero si existe tanta competencia y nos asedian con ese amedrentamiento tan insistente, ¿por qué somos un volumen tan reducido y por qué lo intentamos tan poca gente?
Lo que sí sé es que en esta memoria histórica del artista y del bohemio talentoso, los funambulistas de las artes persistimos en la cuerda por el mero placer que nos reporta este trabajo, más que por el dinero. Lo que me lleva a resolver que: más vale que me centre en lo que me motiva trabajar escribiendo, que no en cómo me desmotiva buscar la manera de hacer negocio; eso, mejor, lo dejaré para otros y ¡a pasar hambre si así soy feliz!
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